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27. La cocina de las brujas

Una fría tarde de octubre, Susanski recibió una carta muy peculiar. Era de Spooky, su monstruo de armario favorito, pero esta vez algo era distinto. El papel parecía viejo, como si hubiera sido arrancado de un libro antiguo, y las palabras estaban escritas con una tinta roja que daba escalofríos. Decía lo siguiente:

“Susanski, es urgente. Tienes que venir a la Biblioteca de los Osconanos junto a tus amigos, Coqui y Peri. Necesito vuestra ayuda. Por favor, no tardéis.”

Susanski, al leer la carta, supo que algo no iba bien. Normalmente, Spooky no le escribía cartas. Se presentaba hecho un flan y le contaba lo que pasaba. Había algo inquietante en esas palabras, no cabía la menor duda. No tardó en decírselo a Coqui y Peri, sus inseparables compañeros de aventuras.

—Tenemos que irnos a la Biblioteca de los Osconanos. Spooky dice que necesita nuestra ayuda con urgencia —dijo Susanski.

—¿Pero por qué no viene él a buscarnos como siempre? —preguntó Coqui—. Siempre viene con nosotros.

—Es verdad, es raro que nos haga ir solos —añadió Peri—. ¿Qué creéis que habrá pasado?

—No lo sé —respondió Susanski—, pero si Spooky necesita nuestra ayuda, es mejor que vayamos cuanto antes.

Preocupados pero decididos, los tres amigos se prepararon para ir a buscar a Spooky. Entraron al armario de la habitación de la niña, como solían hacer cuando el monstruo de armario los llevaba a la Biblioteca de los Osconanos. Era una rutina familiar, casi acogedora. Pero esta vez, cuando el armario comenzó a temblar y a hacer ese sonido familiar de transporte mágico, algo cambió. Un estruendo sacudió el interior, como si todo se desmoronara a su alrededor. Un humo oscuro empezó a colarse por las rendijas y, al abrir la puerta, no se encontraron en la Biblioteca. No había libros, ni mesas antiguas, ni el olor a pergamino que tanto conocían.

Estaban en una cocina. Pero no una cocina normal, sino una muy antigua, enorme, llena de bandejas de horno, amasadores, batidores de varillas, prensas para mantequilla, paneras, pinzas, moldes y un sinfín de objetos que no era capaces de reconocer. El suelo y las paredes eran de piedra fría, los muebles y el techo eran de madera oscura, y en las esquinas había telarañas gigantes que se mecían suavemente. El suelo, al igual que las mesas, estaban manchado de harina y canela. Parecía que se había roto una botella de leche en el fregadero. Un olor a galleta, una mezcla de ingredientes dulces y conocidos, llenaban el aire.

—¿Nos habremos equivocado? —preguntó Peri, mirando a su alrededor con cara de sorpresa—. ¿Quizás Spooky nos ha mandado a su cocina?

—No lo creo —respondió Susanski, inquieta—. Primero, Spooky no ha venido a buscarnos, lo que ya es raro. Y segundo, este lugar no parece suyo. Algo está mal aquí.

—¡Mirad! —dijo Coqui asomándose por una ventana sucia—. Estamos en medio de un bosque. Esto no parece estar cerca de la Biblioteca de los Osconanos en absoluto.

Antes de que pudieran discutir más, una risa escalofriante se escuchó proveniente de una escalera que descendía a lo que parecía una carbonera.

—¡Rápido, escondeos! —dijo Susanski en un susurro urgente—. No me gustan esas voces.

Los tres niños corrieron a esconderse. Peri se metió debajo de una mesa de madera, Coqui se escondió tras unas escobas gigantes, y Susanski, armada con una cuchara de madera que encontró en la cocina, se ocultó tras la puerta. Las risas continuaban, acercándose cada vez más, hasta que finalmente la puerta de la carbonera se abrió con un chirrido aterrador.

Tres figuras emergieron de la oscuridad, tres mujeres muy viejas. La primera era alta y delgada, con una nariz aguileña y ojos brillantes. Llevaba un gorro puntiagudo que del que salían rizos grises por todos los lados. La segunda era pequeña y con gafas, tenía el pelo naranja y un delantal lleno de harina y manchas de todos los colores. La tercera, la más extraña de todas, llevaba un casco de metal, guantes y botas de plástico oscuro. Arrastraba tras de sí un saco lleno de carbón para el horno. Eran brujas, de eso no cabía duda.

—¡¿Quiénes sois?! —gritó Susanski, saliendo de su escondite con la cuchara en alto—. ¡Nos habéis traído a este lugar! ¿Qué queréis de nosotros?

Las brujas se sobresaltaron tanto que una de ellas, la del delantal, dejó caer un puñado de patatas que rodaron por el suelo. La bruja del saco tropezó con una de ellas y trozos de carbón cayeron sobre su propio pie, saltando a la pata coja mientras maldecía en voz baja.

—¡Somos las brujas pasteleras! —dijo la bruja más alta, Cardamomo, tratando de recuperar la compostura—. Las mejores reposteras de todo el bosque. Me llamo Cardamomo, esta es Alcaravea y la que lleva el casco es Lavanda.

—¿Y por qué nos habéis traído aquí? —preguntó Susanski, agitando la cuchara amenazadoramente—. ¡No os tenemos miedo!

—Bueno… quizás un poco sí —murmuró Coqui desde debajo de la mesa.

—¡Os necesitamos! —exclamó Alcaravea agitando los brazos con desesperación—. Necesitábamos vuestra ayuda.

—¿Ayuda? —repitió Peri, asomándose desde su escondite—. ¿Para qué?

La tercera bruja, Lavanda, que hasta entonces había permanecido en silencio, se quitó el casco y habló con una voz dulce y suave:

—Os hemos traído porque tenemos un problema. Todos los años participamos en el concurso de galletas de Halloween que se celebra en la Biblioteca de los Osconanos. Y todos los años… perdemos.

—Y este año decidimos que eso no volvería a pasar —añadió Cardamomo, con una mirada decidida—. Pasamos todo el año perfeccionando nuestras recetas, y creemos que finalmente lo hemos logrado. Pero… necesitamos que alguien lo confirme.

—¿Confirmar qué? —preguntó Coqui, desconfiado—. Esto suena demasiado misterioso.

—Queremos que probéis nuestras galletas —dijo Alcaravea—. Necesitamos vuestra opinión.

Los niños intercambiaron miradas. Aquello parecía demasiado extraño para ser cierto.

—¿Y por qué nos habéis secuestrado? —insistió Susanski—. Si queríais nuestra ayuda, ¡podíais haberlo pedido!

—No sabíamos si vendríais voluntariamente —respondió Alcaravea con una mueca de disculpa—. Y… bueno, somos brujas. Hacemos galletas deliciosas pero no somos buenas pidiendo favores.

—¡Eso no lo justifica! —exclamó Coqui indignado—. ¡Nos habéis traído engañados!

—Lo sentimos, de verdad —dijo Cardamomo—. Pero ahora que estáis aquí, ¿nos ayudaréis?

Cardamomo, Alcaravea y Lavanda les miraron con una cara de pena tan grande pero los niños no pudieron negarse.

—Lo haremos con una condición —respondió Susanski, bajando la cuchara pero sin dejar de mirarlas con desconfianza—. Cuando hayamos terminado, ¡tenéis que llevarnos de vuelta a la Biblioteca de los Osconanos!

—¡Trato hecho! —exclamó Alcaravea con entusiasmo.

La tercera Lavanda se acercó con una bandeja llena de galletas. Eran de formas muy diversas. Algunas eran grandes y redondas, otras, pequeñas en forma de estrella, también las había que parecían arcoíris, nubes y algún que otro sol. Todas olían muy bien. Demasiado bien.

—Aquí están —dijo Lavanda con una sonrisa—. Probadlas y decidnos qué os parecen.

Susanski fue la primera en tomar una. La mordió con cuidado, y tras un momento de reflexión, dijo:

—Está deliciosa, pero… le falta algo de chocolate.

Coqui, que no pudo resistirse más, cogió una galleta y se la metió entera en la boca.

—¡Tiene razón! —exclamó con la boca llena—. Un poco de chocolate le vendría bien.

Las brujas se miraron entre ellas, tomando nota.

—Bueno, probad estas otras —dijo Lavanda, presentando una segunda bandeja, esta vez con galletas en forma de luna.

Peri tomó una galleta, la partió por la mitad y probó un trozo. Su rostro se iluminó.

—¡Este sabor es completamente nuevo! —dijo, sorprendido—. Nunca había probado algo así.

—¡Déjame probar! —dijo Coqui, tomando una galleta—. Es… raro, pero me gusta.

Susanski probó también una, intrigada. Era un sabor que nunca había experimentado, algo entre lo dulce y lo floral, con un toque de algo amargo pero muy suave.

—¿Os gusta? —preguntó Cardamomo ansiosa.

—Sí, mucho pero… mis favoritas siguen siendo las de chocolate —dijo Susanski.

Las brujas, aliviadas, sonrieron ampliamente.

—¡Entonces este año ganaremos el concurso! —exclamó Alcaravea emocionada.

Tras probar todas las galletas, los niños confirmaron que las brujas tenían una buena oportunidad de ganar. Satisfechas, las brujas cumplieron su promesa. Llevándolos de vuelta al armario que los había traído, recitaron un hechizo y, en un abrir y cerrar de ojos, los niños se encontraron de nuevo en la Biblioteca de los Osconanos. Allí, Spooky y Joey los esperaban, visiblemente preocupados.

—¡Por fin! —exclamó Spooky—. ¿Dónde os habíais metido?

—Solo dimos una vuelta por el bosque —dijo Susanski, sonriendo mientras Peri y Coqui intentaban contener la risa.

—Menos mal que estáis bien, chiquis, ya me estaba preocupando —suspiró Joey—. ¿Contamos con vosotros para la fiesta de Halloween, verdad?

—¡Por supuesto! —respondieron los tres al unísono.

Esa noche, la fiesta de Halloween fue un éxito, y aunque muchos participantes presentaron deliciosas galletas, las brujas pasteleras se llevaron el primer premio, tal como los niños habían predicho.

Y aunque prometieron no volver a secuestrarlos, los niños no pudieron evitar preguntarse si aquella no había sido más que la primera de muchas visitas inesperadas al bosque y a la cocina de las brujas.


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